Inés Dussel
Myriam Southwell
En el análisis de una encuesta realizada a docentes en el año 2001, Emilio Tenti destacaba que había una paradoja en las relaciones entre los educadores y la evaluación: si por un lado reclamaban no tener tiempo para corregir cuadernos o pruebas y planteaban que les resultaba difícil evaluar a sus alumnos; por otro lado, puestos a elegir sobre el uso del tiempo más libremente, muy pocos se manifestaban a favor de utilizarlo para evaluar mejor.1
Sin duda, desde hace un tiempo “evaluar” se convirtió en una tarea antipática, ya no solo para los alumnos sino también para los adultos con distintas responsabilidades en el sistema educativo. ¿A qué se debe esta mala prensa de la evaluación, entre los educadores? Hay, al menos, dos elementos que se combinan para generar resquemor frente a la aparición de cualquier cosa parecida a un examen.
El primero tiene que ver con el impacto de las reformas de la década anterior, que promovieron en los países latinoamericanos sistemas nacionales de evaluación estandarizada.
En el caso argentino, esta introducción fue percibida como un elemento exterior amenazante, que venía
a poner presión sobre los docentes sin que estuviera claro el para qué y el cómo de la tarea de evaluar. La evaluación se volvió equivalente a control y a culpabilización de los docentes y las escuelas, y la información que generaron estos instrumentos fueron escasamente retomadas para pensar qué problemas había y en qué áreas. No es sorprendente, entonces, que la idea de evaluar el sistema despierte defensas y resistencias en las escuelas.
El segundo elemento se vincula con la difusión de las “nuevas pedagogías” (que, conviene aclararlo, ya no son tan nuevas), que cuestionaron a los exámenes por autoritarios.
Es bien conocida la historia de los exámenes, su ritualización extrema en algunos casos (como el bolillero o la mesa examinadora) y su vinculación con un sistema de poder y de jerarquías en las instituciones educativas que supo ser no solo abusivo sino incluso hasta sádico en ciertas ocasiones.
2 Las revueltas democráticas de los años 60 y 80 identificaron al examen con el disciplinamiento y la represión, y por eso propusieron someterlos a una revisión profunda.
¿En qué medida puede hoy replantearse la idea de evaluación y de examen3 para contribuir a que la escuela sea más justa y más relevante? Quizás un primer movimiento para avanzar en esa dirección esté vinculado a pensar las evaluaciones como actos políticos, ya no de un poder omnímodo y autoritario, sino como producto de una acción que busca establecer políticas educativas, y que tiene definiciones políticas sobre lo que debe hacerse. En nuestra opinión, la evaluación no es, ni debería ser nunca considerada, un “aparato de medición” puramente contable y administrativo, sino volverse una pregunta social y política acerca de las funciones y efectos de la institución educativa.
4 Destacamos que en esta pregunta las cuestiones de la “contabilidad” y la “administración” no son poco importantes, sino que tienen otras resonancias: poner números y valores concretos sobre el a quiénes, para qué, con quiénes, cuánto, cómo, son aspectos fundamentales para responder sobre la justicia y la efectividad de las acciones.
5 Este movimiento hacia asumir y considerar a las evaluaciones como actos políticos vinculados con la justicia, implica también otras consideraciones. En primer lugar, requiere reconocer que las evaluaciones son mediciones que toman algunos datos y momentos de un proceso, y que nunca lo abarcan todo. Son instrumentos que deben también ser sometidos, en forma pública y periódica, a una revisión de sus capacidades técnicas y de sus efectos políticos. Veamos el siguiente ejemplo. Con el furor evaluativo, que además solo suele considerar a la medición cuantitativa como la única fiable, se corre el riesgo de creer que lo que no puede evaluarse de esa manera no sirve, no existe, o no importa. François Mattarasso, especialista en evaluación de proyectos culturales, lo dice de una manera muy clara y contundente:
“En un mundo de números y cuantificación, si no hay indicadores para evaluar el valor de las actividades, los sentimientos o las relaciones, estas cosas -aunque muy reales- parecieran no tener legitimidad. Un encuestador norteamericano, Daniel Yankelovich, notó que: ‘El primer paso es medir lo que puede ser fácilmente medido. Esto está bien mientras funcione. El segundo paso es desconsiderar lo que no puede ser medido, u otorgarle un valor cuantitativo arbitrario. Esto es artificial y engañoso. El tercer paso es presumir que lo que no puede medirse no es realmente importante. Esto es ceguera. El cuarto paso es decir que lo que no puede ser fácilmente medido no existe. ¡Esto es suicida!’”. 6 (Mattarasso)
Si esto vale para lo que se produce como información a nivel del sistema educativo, también alcanza a lo que hacen las escuelas. Las instituciones escolares están llenas de actividades, sentimientos o relaciones que tienen un peso fundamental a la hora de condicionar los aprendizajes.
¿Cómo las pensamos? ¿Con qué instrumentos podemos acercarnos a mirar lo que producimos? ¿Acaso lo que no entra a la prueba no existe o no produce efectos? ¿Acaso no hay mejores formas de tomar exámenes o de evaluar lo que los alumnos saben o no saben?
En segundo lugar, también significa poder mirar las prácticas de evaluación existentes, con otras lupas. Nos interesa, particularmente, el uso que se hace en las escuelas de la información que dan las evaluaciones de los alumnos. Las pruebas, como elemento cotidiano, debieran ser una herramienta para que la escuela se piense a sí misma; y si bien este es un propósito que se ha formulado hace tiempo, sin embargo ¿cuánto efectivamente funciona de ese modo? ¿En qué medida lo que la prueba muestra como no logrado se considera como tarea pendiente para ella y no solo para los individuos, por ejemplo los alumnos? En otras palabras, ¿en qué medida se convierten en un problema para ser repensado desde la enseñanza, y no solo como supuestos déficits de aprendizajes de los alumnos? De ese modo, las preguntas que abren los exámenes, las pruebas e indicadores deben desafiar al sistema educativo en su conjunto, conmoviendo lo que se viene haciendo y señalando los esfuerzos que aún faltan. Más que ir a señalar con nombre y apellido, muestran responsabilidades colectivas que requieren renovarse y, para eso, hacerse públicas, para conocer pero también para debatir. Los avances que hagamos en ese sentido nos pondrán un paso más adelante en la búsqueda de una educación más democrática y de una responsabilidad más política y más colectiva. En su nota, incluida en este dossier, Margarita Poggi problematiza el muy extendido concepto anglosajón de accountability, incluyendo el carácter horizontal de esa “rendición de cuentas”, y lo hace involucrando a distintos sectores de un Estado como un factor importante para el funcionamiento democrático y que se pone al frente de los gestos de transparencia en la elaboración de las decisiones colectivas. De ese modo, se conduce en un proceso de responsabilización, invitando a responsabilizarse, desde cada lugar, con cada desafío. Un ejemplo de la historia puede ayudar a ilustrar estas ideas. En una convocatoria pública que se hacía para los exámenes en 1857, en la ciudad de Buenos Aires, se decía “La escuela municipal rendirá exámenes” en tal fecha, y por eso invitaban a los padres y otras personas de la comunidad. Hay algo del carácter público y de la eficacia de las instituciones que se sometía a examen en esas acciones; más allá de cuánto hubiera avanzado el alumno con la lectoescritura o el cálculo -de lo que efectivamente debían dar muestra-, se sometía a debate público el propio acto de dar cuenta de un proceso, el porqué de las insuficiencias y la decisión política que debía ponerse en juego para superarlas. Por supuesto que esa tradición venía muchas veces vinculada a sistemas de premios y castigos, vergüenza pública y hasta humillación, que no querríamos imitar. Pero sí ofrece la posibilidad de situar a la evaluación en coordenadas más públicas y colectivas, no como una rendición de cuentas unidireccional, sino como un lugar de llegada de diversas acciones y actores. En tercer lugar, también implica construir acuerdos sobre qué entendemos por justicia, por responsabilidad, y por calidad educativa. Un estudio comparado entre Francia y Estados Unidos mostraba, hace unos años, que los norteamericanos tienden a juzgar la eficacia de las instituciones -entre ellas, las educativas- por su “desempeño de mercado” (si consigue clientes, si es rentable, si es sustentable,
entre otros aspectos), mientras que en Francia, los juicios evaluativos se basaban en su contribución a una solidaridad cívica, a la idea de vida común, a ideas republicanas sobre el bien y la norma.7 Darnos cuenta de que hay “repertorios locales de evaluación”- es decir, formas y jerarquías de valores por las que las sociedades valúan y distinguen las acciones de las escuelas- que no son siempre los mismos y no son necesariamente compartidos por todos, son elementos a considerar, a poner en debate, y acerca de los que habría que construir más acuerdos.
En esa dirección, los artículos que siguen proponen complejizar nuestras nociones de “responsabilidad”, “control sistémico” y “justicia escolar”. Los tres conceptos son importantes para pensar en las políticas de evaluación. Una evaluación debería considerar los distintos niveles de responsabilidad, pero eso no debería obstaculizar que cada uno dé cuentas y se sienta responsable de lo que ha hecho. De la misma manera, no da lo mismo pensar a la evaluación como un movimiento de control de arriba hacia abajo que en la tradición iluminativa de entender la valía de cada estrategia. Finalmente, en el texto de François Dubet, se proponen tres visiones distintas sobre la justicia escolar, que actúan como horizonte de las políticas de evaluación. Si lo que consideramos justo es el acceso igualitario, la evaluación tenderá a medir solamente eso. Dubet sugiere que debemos avanzar hacia una visión combinada de la justicia escolar, que tenga en cuenta la igualdad de acceso, de oportunidades y la libertad y autonomía en la institución escolar. Así, uniendo las
partes entre escuela justa, responsabilidad que enseña, políticas de oportunidades e involucramiento público,
queremos abrir un debate para un tema tan cotidiano como estructural, y esperamos que ese debate resulte
menos antipático y más colectivo que en el pasado.
1 Tenti, E., “Los docentes y las evaluaciones”, en: AA.VV., Evaluar las evaluaciones. Una mirada política acerca de las evaluaciones de la calidad educativa, Buenos Aires, IIPE-UNESCO, 2002, pág. 165-194.
2 Véase, entre otros, J. Mainer, “Pensar históricamente el examen para problematizar su presente”, Revista Jerónimo de Uztáriz, Universidad de Navarra, 2002; accesible en: http://www.fedicaria. org/pdf/3.pdf.
3 Reconocemos que ambos términos portan connotaciones diferentes. Hay quienes buscan “rescatar”a las evaluaciones, del sesgo pretendidamente autoritario de los exámenes. Sin embargo, preferimos pensarlos conjuntamente; en primer lugar, porque en el uso cotidiano ambos son intercambiables, y ello habla de cadenas semánticas entrelazadas; pero además, tanto en la evaluación (puesta en valor, juicio de valor) como en el examen (institución evaluativa) hay involucradas decisiones políticas y técnicas.
4 Readings, B., The University in Ruins. Cambridge, Harvard University Press,1996. 5 En algún punto, también, debe reconocerse que no hay respuestas unívocas ni transparentes para ninguna de estas cuestiones.
Siguiendo a Readings, la pregunta de la política es siempre por la del cálculo mal hecho: a quiénes se dejó afuera o sobre quiénes se cometió injusticias. En ese sentido, no hay duda de que la evaluaciónexcede a la lógica contable, pero tiene que incluirla.
6 Mattarasso, F., Defining Values. Evaluating Arts Programmes. The Social Impact of the Arts, Working Paper 1. Glos-Gran Bretaña, Comedia, 1996, pág. 1.
7 Lamont, M. y Thévenot, L. Rethinking Comparative Cultural Sociology. Repertoires of Evaluation in France and the United States.
Cambridge-Gran Bretaña, Cambridge University Press, 2002.
Un aplazado
Baldomero Fernández Moreno
De pronto, como un breve latigazo,
mi nombre, Friedt, estalló en el aula.
Yo me puse de pie, y un poco trémulo
avancé hacia la mesa, entre las bancas.
Era el examen último del curso
y al que tenía más miedo: la gramática.
Hice girar, resuelto, el bolillero.
Las dieciséis bolillas del programa
resonaron en él lúgubremente
y un eco levantaron en mi alma.
Extraje dos: adverbio y sustantivo.
Me dieron a elegir una de ambas
y elegí la segunda.
-¿Y qué es el nombre?
díjome uno y me asestó las gafas.
Sentí luego un sudor por todo el cuerpo,
se me puso la boca seca, amarga,
y comprendí, con un terror creciente
que yo del nombre no sabía nada.
Revolvía allá adentro, pero en vano,
me quedé en absoluto sin palabras.
Y empecé a ver la quinta en que vivíamos:
el camino de arena, cierta planta,
el hermano pequeño,mi perrito,
el té con leche, el dulce de naranja,
¡qué alegría jugar a aquellas horas!
Y sonreía mientras recordaba.
-¡Pero señor -rugió una voz terrible-,
el nombre sustantivo, una pavada!
Torné a la realidad: sobre la mesa
los dedos de un señor tamborileaban,
cabeceaba blandamente el otro,
el tercero bebía de una taza.
Hacía gran calor. Yo tengo una
cara redonda, simple, colorada,
los ojos grises y los labios gruesos,
el pelo rubio, la sonrisa clara.
Yo quería jugar, no dar examen.
Darlo otro día, sí, por la mañana...
Se me nubló la vista de repente,
los profesores se me borroneaban,
adquirió el bolillero proporciones
gigantescas, fantásticas.
Oí como entre sueños: -Señor mío,
puede sentarse...
Y me llené de lágrimas.
Extraído de “Yo, Médico; Yo, Catedrático”, Buenos Aires, Anaconda, 1941.
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