La Peste
Eduardo Galeano
Los termómetros no hacen más que confirmar que está ardiendo de fiebre
el mundo, enfermo de la peste del racismo. Es revelador,
pongamos por caso, el éxito que está teniendo en Estados Unidos un libro que
dice con todas las letras lo que muchos piensan pero no se atreven a decir, o
dicen en voz baja: dos científicos del mundo académico proclaman sin pelos en
la lengua que los negros y los pobres tienen un coeficiente intelectual
inevitablemente menor que los blancos y los ricos, por motivos genéticos, y por
lo tanto se echa agua al mar cuando se dilapidan dineros en su educación y
asistencia social.
El libro, The Bell Curve, no agrega nada
que valga la pena a la vasta bibliografía del racismo, pero su enorme
repercusión indica que está diciendo lo que mucha gente quiere escuchar. Y lo
que de veras importa es que su mensaje coincide con el catecismo de la economía
de mercado a la hora de la unanimidad universal: desde el punto de vista de la
religión del dinero, la pobreza no es el resultado de la injusticia, sino el
castigo que la ineficiencia merece. Y entonces acuden los ideólogos a
complementar la gran coartada de un sistema que está en guerra contra los
pobres porque es incapaz de combatir la pobreza: los pobres no son burros
porque son pobres, sino que son pobres porque son burros, y son burros por
herencia genética. La pobreza es tan natural como la
democracia racial que tiene a los negros abajo y a los blancos arriba. La
desigualdad social resulta, así, consagrada por la legitimación biológica: la
división de la sociedad en clases integra el orden natural de las cosas.
“Nunca llegarás a nada.”
Esta no es, por cierto, la
primera vez que los tests del coeficiente intelectual sirven de materia prima
para el desprecio racial, a pesar del dudoso valor de estas mediciones que
tratan a las personas como si fueran números.
En The Bell Curve, los profesores
Herrnstein y Murray no hacen más que confirmar qué buenas razones tenía don
Alfred Binet para desconfiar de su propio invento. A fines del siglo pasado,
Binet había creado en París el primer test de coeficiente intelectual, con el
sano propósito de identificar a los niños que necesitaban más ayuda de los
maestros en las escuelas, pero él fue el primero en advertir que se trataba de
un “instrumento imperfecto”, que de ninguna manera podía servir para medir la
inteligencia, que no puede ser medida, ni debía servir para descalificar a
nadie. El propio Binet había sido descalificado por sus profesores, cuando era
estudiante, como ocurrió con Winston Churchill, Albert Einstein y muchos otros
niños de aprendizaje lento, que recibían de sus maestros frases estimulantes,
como: “Nunca
llegarás a nada”.
El test, que puede tener
cierta utilidad en determinado momento y lugar, obviamente puede no servir para
nada en otro momento y otro lugar. Las primeras aplicaciones del test de Binet
en los muelles de Nueva York mostraron que más del 80 por ciento de los
inmigrantes judíos, húngaros, italianos y rusos eran débiles mentales. A
idéntica conclusión llegó, en 1916, el doctor Alejandro Vera Álvarez en la
ciudad boliviana de Potosí. Aplicando el test de Binet a los niños de las
escuelas públicas, resultó que menos del 20 por ciento eran normales. El
resto era retrasado, por
culpa de la herencia y otros factores.
Dime cuánto pesas y te diré
cuánto vales.
Cuando Binet inventó su test
en la Sorbona, estaba de moda otra manera de medir la inteligencia: la
capacidad intelectual dependía del peso del cerebro. Este método tenía el
inconveniente de que sólo permitía admirar o despreciar a los muertos. Los
científicos andaban a la caza de cráneos famosos, y no se desalentaban a pesar
de los resultados desconcertantes de sus operaciones. El cerebro de Anatole
France, por ejemplo, pesó la mitad que el de Iván Turguénev, aunque sus méritos
literarios se consideraban parejos.
La gran figura intelectual
del siglo pasado en Bolivia, Gabriel René Moreno, había descubierto que el
cerebro indígena y el cerebro mestizo pesaban “cinco,
siete y diez onzas menos que el cerebro de raza blanca”. Como
ocurre con la policía en los allanamientos, el racismo encuentra lo que pone.
Aunque las pruebas nieguen la evidencia, pruebas son. El tamaño del cerebro
tiene, en relación a la inteligencia, la misma importancia que el tamaño del
pene tiene en relación a la eficacia sexual, o sea: ninguna. Pero todavía en
1964, la Enciclopedia Británica consideraba pertinente informar que
los negros tenían “un
cerebro pequeño en relación al tamaño de sus cuerpos”.
Cuando el secretario de
Estado de Estados Unidos, Robert Lansing, tuvo que justificar los diecinueve
años de ocupación militar de Haití, no hizo más que ratificar una convicción
universal: los negros eran incapaces de gobernarse, y esa incapacidad estaba en
su “naturaleza
física”.
Antes y después de Hitler.
Hasta que Hitler hizo lo que
hizo, era normal que los educadores más prestigiosos de América Latina hablaran
de la necesidad de “regenerar la raza”, “mejorar la especie” y “cambiar la
calidad biológica de los niños”. En el Congreso Panamericano del Niño de 1924,
muchas voces exigieron “seleccionar las semillas que se siembran” para generar
hijos sanos. Por entonces, el diario El
Mercurio, de Chile, encabezó una campaña por el mejoramiento de la
raza, a partir de la convicción de que “la
mezcla indígena dificulta, por sus hábitos y su ignorancia, la adopción de
ciertas costumbres y conceptos modernos”.
En 1934, Hitler empezó a
poner en práctica la eugenesia, y al mundo no le pareció nada mal que diera el
ejemplo esterilizando a los enfermos hereditarios y a los criminales, en
defensa de la raza aria. El problema vino después, cuando el feroz hombrecito
desbordó todos los límites, y su afán de exterminio y su voracidad de países
desembocaron en lo que ya se sabe. Entonces el racismo universal tuvo que
llamarse a silencio y durante algunos años calló o se expresó por eufemismos.
Pero la minoría blanca que
desde hace siglos manda en el mundo, y que ha organizado al planeta entero como
un gigantesco campo de concentración, necesita discursos que absuelvan su
historia y justifiquen sus actos. Nada tiene de asombroso, aunque tanto tenga
de indignante, que en este mundo dominado por pocos y amenazado por muchos,
vuelvan a resonar, ahora, las voces del desprecio.
“Brecha”, Diciembre 1994
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